EL COSTO DE LO SOCIAL

Por Juan Diego Borbor
Consultor de Gestión de Riesgos Sociales, Máster en Seguridad Internacional
juandiego@communitywisdompartners.com

Para algunos, el “extractivismo” se une a los tópicos que no se deben tocar en reuniones sociales. En efecto, puede ser causa de división. Por un lado, las industrias extractivas producen la energía y los componentes esenciales que soportan la infraestructura de nuestras sociedades. Por otro lado, este es el sector con más altos impactos sociales y ambientales. Así, muchos toman partido por un lado u otro. Esta dicotomía, sin embargo, es falsa. La sostenibilidad no es una sugerencia sino una demanda del futuro. En otras palabras, el balance entre lo económico, ambiental y social no es sólo una opción, sino algo necesario que, como cualquier demanda, viene con incentivos a los que vale la pena atender.

En febrero 2020, la compañía china Ecuagoldmining South America SA (Junefield Mineral Resources Limited y Hunan Gold Group) anunció su intención de iniciar un proceso de arbitraje internacional contra el gobierno de Ecuador por falta de garantías en el proyecto Río Blanco. Para evitar este proceso, Ecuagoldmining demanda una indemnización de USD 480 millones, valor que supera el total de exportaciones mineras del país en el primer semestre de 2020.

La causa de esta millonaria demanda no es única y se repite en la región con incómoda frecuencia. Los gobiernos temen perder fuentes de ingresos, las comunidades temen perder sus derechos y calidad de vida y las compañías temen perder sus inversiones. A falta de comunicación efectiva y sistemas de gestión de riesgos, proliferan los conflictos.

Río Blanco es uno de los proyectos mineros considerados estratégicos por el gobierno para la reactivación de la economía (Mirador, Fruta del Norte, Loma Larga, Río Blanco y Panantza-San Carlos). Se estima que contiene alrededor 605 mil onzas de oro y 4.3 millones de onzas de plata. El área del proyecto, que constituye casi 5,000 hectáreas en la parroquia Molleturo, provincia de Azuay, colinda con el Parque Nacional Cajas y se encuentra dentro de una de las cinco Reservas de Biósfera del país.

El gobierno ecuatoriano ha estimado un ingreso de USD 193.8 millones a lo largo de los 11 años de vida útil del proyecto. Sin embargo, Río Blanco se encuentra paralizado desde 2018. La compañía china se vio obligada a despedir a la mayoría de trabajadores a fines de septiembre de ese año. Antes de la suspensión faltaban sólo seis meses para que la firma empezara operaciones. ¿Qué ocurrió?

Como en muchos otros casos, los agravios sociales nacen atados a preocupaciones ambientales. Los pobladores se inquietaron por la contaminación a sus fuentes de agua naturales, que decían ya habían recibido impactos en las fases pre-operacionales del proyecto. No sólo sería afectación a comunidades de la parroquia Molleturo, sino que la zona del proyecto es lugar de nacimiento de flujos de agua que llegan hasta mayores centros poblacionales y de producción agrícola que transcienden los límites provinciales. En efecto, esta zona es fuente de lo que se conocen como servicios ecosistémicos (valores del ecosistema que posibilitan la vida en sociedad). El potencial riesgo que representan las operaciones mineras para estos y otros servicios ecosistémicos es algo que los pobladores de las comunas no están dispuestos a aceptar.

No sólo el estudio de impacto ambiental realizado no incluyó consultas a comunidades, sino que no hay indicios de que se haya realizado un estudio de impacto social. Aun si los estudios de impacto social fuesen requeridos, en Ecuador más parece que se realizan estudios de impacto como si se tratara de una cuestión administrativa y no como una medida para gestionar riesgos.

Oficialmente, dos sentencias judiciales locales paralizaron el proyecto en 2018, debido a que el gobierno no realizó la consulta previa requerida por la Constitución. La emergencia de la situación, sin embargo, se funda en un persistente conflicto social.

Al menos desde mayo 2018, miembros de la comunas de Molleturo han estado bloqueando acceso hacia el proyecto de forma intermitente. Asimismo, han ocurrido choques violentos entre los pobladores y el personal de seguridad de la compañía. Las casas de los pobladores han sido atacadas y policías han resultado heridos. En octubre 2019, pobladores tomaron el control de instalaciones a mano armada y procedieron a incendiarlas. Se ha reportado que algunos han vendido sus tierras y viviendas, abandonando el lugar a causa del conflicto.

El gobierno nacional está a la espera de que la Corte Constitucional invalide las sentencias que han paralizado el proyecto. Mientras tanto, la forma de lidiar con el conflicto ha permanecido similar al resto de la región: contención de las comunidades insatisfechas. En un momento dado se reportó la presencia de 200 policías y 100 militares en la zona para resguardar el proyecto.

Según un informe realizado conjuntamente por el grupo activista Yasunidos y la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos, el proyecto ha resultado en la vulneración de múltiples derechos: los derechos a un ambiente sano y salud; los derechos a la libertad y seguridad; derechos de consulta previa, libre e informada a las comunidades indígenas de la zona; entre otros.

Y dentro de todo esto, la compañía ha invertido millones y ha estado perdiendo millones cada año desde que se paralizó el proyecto. Las poblaciones se han dividido entre beneficiados y perjudicados. El gobierno, a su vez, paralizado ante la espera de un dictamen de la corte más alta del Estado, cuya decisión, así sea dada el día de mañana, acaso tendría poco importe para la solución de una problemática tan entrañada y extendida en América Latina. En resumen, todos pierden.

Resulta, entonces, evidente que el modelo de gestión social de Río Blanco, así como de la gran parte de proyectos extractivos en Ecuador y en el resto de la región, no es sostenible. Dos problemas generales surgen. Primero, la gran dependencia que existe sobre el Estado para lidiar con conflictos sociales es disfuncional y resulta en la criminalización de comunidades afectadas. Segundo, las empresas no integran sistemas de gestión de riesgo apropiados que tengan en cuenta lo social, por lo que no tienen una forma institucionalizada de identificar y tomar medidas a tiempo de evitar conflictos.

Líderes del extractivismo petrolero, como Total y Shell, hace años que han integrado dentro de sus sistemas de gestión de riesgos el componente social. Estos sistemas aseguran que todas las medidas de evasión de riesgos se tomen a tiempo. Que aquello que no sea evitable, se mitigue y se compense sosteniblemente. No sólo esto, sino que un sistema de gestión de riesgos sociales debidamente integrado tiene una profunda base en relaciones con las comunidades. La participación social dentro de estos proyectos es crucial para este negocio, ya que las comunidades son las que mejor conocen sus tierras y más cerca tienen sus vidas al proyecto.

Así, la gestión de riesgos sociales reduce costos porque la prevención es más económica que la cura y permite al proyecto integrar las opiniones y preocupaciones de las comunidades para, del trabajo conjunto, lograr un equilibrio para todas las partes interesadas. La implementación de esta clase de medidas ha tardado demasiado en América Latina y en su detrimento. Si el extractivismo va a permanecer como industria esencial, es imprescindible que empiece a gestionar sus riesgos e impactos sociales. En efecto, cuando hablamos de sostenibilidad sí que hay una dicotomía: o ganan todos, o pierden todos.

El día de mañana no será suficiente adquirir una licencia legal o económica para llevar a cabo un proyecto extractivo, sino que será necesario obtener y mantener una licencia social. Esto se ha logrado en el exterior y es tiempo de que América Latina sea parte de lo venidero.

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